miércoles, 7 de abril de 2010

7 8 y 9

Petula despertó lentamente. Creyó haber oído una voz masculina que la llamaba, pero al abrir los ojos estaba completamente sola. Su cabeza descansaba sobre una almohada y se llevó la mano a la cara, para comprobar si la grava había dejado su impronta en la mejilla. Era lo último que recordaba antes de haberse quedado dormida. Esperaba, si Dios quiere, no tener que lidiar con un montón de feas marcas justo antes del Baile de Bienvenida, sobre todo después del dineral invertido en tratamientos semanales de dermabrasión y rellenados de colágeno. Medio atontada todavía, guiño los ojos varias veces para sacarse el sueño, bajó la mirada y pasó a evaluar como hacía a diario, sólo para comprobar que continuaba con el mismo cuerpazo que el día anterior. No reconoció el fino blusón de poli algodón que la arrebujaba, pero no le sentaba nada mal. Realzaba los mejores rasgos de su cuerpo, en particular el culo, que quedaba prácticamente al aire. En lo que la gente no se fijaba, principalmente debido a la belleza de su rostro y a la perfección de sus pechos, que atraían los ojos hacia arriba, era en que era corta de tronco. Pero aquella graciosa prenda que llevaba tapaba ese contratiempo anatómico menor y remarcaba lo que tenía que remarcar. Sus piernas, que se prolongaban vertiginosamente -hasta los pies, claro-. Sus pies. La fuente del drama del día anterior de pronto arrasó sus pensamientos.

Tras dedicar ese pequeño improperio a la técnica de uñas, Petula se despertó del todo, o lo suficiente, al menos, para caer en cuenta de que no estaba en su cama. Ni en casa, ya puestos. Se incorporó, miró a su alrededor y descolgó las piernas por el lateral de la cama, que ahora pudo reconocer como una cama de hospital gracias a su voluntariadoobligatorio en un geriátrico.
Se acordó, de pronto, de que se había mareado y vomitado. Sobrecogida ante tan inapropiado comportamiento en público, se auto convenció de que él debía de haberle puesto alguna clase de droga para violaciones.

«Pervertido», pensó.
Se acerco al borde de la cama, hasta que sus pies tocaron el suelo, y al hacerlo sintió un pinchazo. No es que se le pudiera llamar dolor, exactamente, pero sí era lo bastante desagradable como para notarlo. Cojeando un poco, cruzó la habitación vacía hasta la puerta y salió al pasillo.

Petula no estaba acostumbrada a esperar ni a que no la atendieran al instante. Dio media vuelta para salir por donde había entrado y reparó en otro cartel que colgaba del plomo de la puerta.
SU TIEMPO ES IMPORTANTE PARA NOSOTROS, leyó. SI NO HA SIDO
ATENDIDO EN ---- MINUTOS, ROGAMOS LO NOTIFIQRECEPCIÓN.
El número de minutos que debía esperar no aparecía especificado en una de esas
pequeñas esferas de reloj con manillas de plástico. No obstante, la reconfortó saber que alguien atendía la sala y que más pronto que tarde podría reanudar su agenda del día.

A pesar del rotundo desdén que manifestaba hacia el público en general, Petula necesitaba a la gente más de lo que jamás se hubiera atrevido a reconocer. No es que se desviviera por interactuar con las personas, por dar algo de sí misma. Necesitaba su atención, su idolatría, su odio y su envidia incluso. Las grandes muchedumbres de admiradores sin rostro se contaban entre sus cosas predilectas. Una sonrisa y un saludo mecánicos eran más que suficiente para calmar a su multitud de adoradores. Petula se llevó la mano a la altura de la cara y, estirando el brazo cuan largo era, examinó su manicura de esmalte transparente, tan expertamente acabada, a diferencia de su trágica pedicura. Reparó en su imagen reflejada en las uñas y decidió emplear ese tiempo de forma constructiva practicando poses. Separó los dedos al máximo para obtener el mayor número posible de ángulos, consiguiendo una perspectiva un tanto distinta de sí misma en cada uno de ellos. No es que fuera el espejo de cuerpo entero de su dormitorio, pero dada las circunstancias más valía eso que nada.

La sacó de su sesión fotográfica y coronación imaginarias y la devolvió a una realidad decididamente menos glamurosa. Ahora notó también que el ambiente era cada vez más frío y empezó a removerse en su asiento con impaciencia.
Justo en ese momento, la puerta principal de la oficina se entreabriómuydespacio.
-Joder, ya era hora -vociferó Petula, sintiéndosemás aliviada que nunca por la compañía.
La puerta de la oficina se abrió por completo, pero Petula seguía sin ver quién era el que entraba. Pensó que quienquiera que fuese debía de sufrir algún tipo de discapacidad vertical o algo, porque no se veía la cabeza a través de la ventanilla de la parte superior de la puerta.




-Menuda suerte -se quejo Petula-, voy a tardar siglos en salir de aquí.
Vio entar una pierna, vacilante. Sin duda pertenecía a una persona bajita. Pero era una niña. Asomó la cabeza con cautela, mirando primero de un lado y luego al otro antes de entrar, tal y como le habrían enseñado que tenía que hacer antes de cruzar la calle.
-¿Dónde estoy? -preguntó la niña, franqueando la entrada del todo y dejando que la puerta se cerrara poco a poco a su espalda.
Viniendo de una persona tan pequeña, pensó Petula, era toda una pregunta, y ella no tenía ni la más remota idea de cómo responderla correctamente por el momento.
-¿Y tú eres…? -preguntó Petula con recelo a la confundida niña.
-Me llamo Virginia Johnson -contestó la niña, igual de recelosa-. ¿Y tú como te llamas? Petula permaneció muda de asombro durante un segundo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuvo que presentarse a alguien, pero el momento era tan bueno como cualquier otro para hacer una excepción.
-Yo soy Petula Kensington -anunció de forma arrogante, con un tono que uno o dos siglos antes habría garantizado una referencia-. Encantada de conocerme. Éste era su modus operandi habitual cuando estaba nerviosa. Actúa con superioridad y confianza, y doblegarás a los más débiles, a los más inseguros. El hecho de que empleara esta táctica con una niña no era más que una señal de lo mucho que empezaba a agobiarle todo aquello.
-Deja que adivine -dijo Virginia mirando a Petula de arriba abajo-, eres animadora.
-¿Cómo lo has sabido? -preguntó Petula muy orgullosa.
-Por los humos y… -soltó Virginia, ladeando levemente el cuello para obtener una
mejor vista lateral del camisón abierto de Petula-… ese culo gordo.
Petula no se esperaba algo así de una niña de aspecto tan inocente. Su primera reacción fue la de sentirse ofendida y contraatacar, pero en su lugar se paró los pies, se diría que seducida por las agallas de Virginia. La impertinencia de la niña también hizo que se acordara de Scarlet, y de todos aquellos largos viajes en coche que habían compartido juntas en las vacaciones de verano, antes del divorcio.


Acabadas las compras, las Wendys volvieron al hospital de Petula, se diría que para
acompañar a la enferma, o para ser más exactos, rondar a la víctima, y para su sorpresa se encontraron a Scarlet, que yacía igualmente exánime en la cama de al lado. La doctora Patrick estaba en la habitación, haciendo la visita nocturna. Por todas partes había evidencias de la conmoción: el lugar estaba sembrado de tubos, jeringuillas, esparadrapo, gasas y monitores de todo tipo, restos de la batalla del equipo de cardiología por estabilizar a Scarlet. En vez de consternación, las Wendys sólo pudieron sentir desprecio hacia Scarlet.
-¿Es que por fin ha visto la luz y ha intentado suicidarse? -dijo Wendy Anderson con desdén.
-Míralas -dijo Wendy Thomas ante la visión de Scarlet tumbada en una cama junto a Petula-. El botín y la bestia.
-¡Qué poca personalidad! -espetó Wendy Anderson.
-Ya ves -corroboró Wendy Thomas fríamente-, no solo le quita el novio sino que va y también le roba el protagonismo de su coma.
Las dos chicas se volvieron de repente cuando Damen entró en la habitación. Estaba
hacho un cromo, arrugado, desaliñado, con los ojos enrojecidos, y parecía cansado y
preocupado. Las Wendys, que nunca le habían perdonado que prefiriera a Scarlet en vez de Petula -o alguna de ellas dos ya que estaba-, saborearon la oportunidad de patearle ahora que le veían en horas bajas. Él las ignoró y fue a sentarse entre las dos camas.
-¿Qué diablos ha pasado? -preguntó Wendy Thomas, más furiosa que preocupada.
Damen no se molestó en responder. Sabía que si se dejaba succionar, acabaría atrapado en esa interminable rueda de hámster sin sentido que era el proceso de pensamientos de las Wendys.
-Cabe la posibilidad de que Scarlet haya caído en un coma autoinducido, propiciado por un estrés extremo -dijo la doctora Patrick-. Podría ser psicosomático.
-Yo más bien la llamaría psicópata -agregó Wendy Thomas.
-A veces es difícil soportar ver a la hermana que quieres tumbada ahí, medio muerta -dijo la doctora Patrick.
Wendy Anderson no pudo aguantarse la carcajada, y el Red Bull que se estaba tomando le salió disparado por la nariz. La idea de que Petula pudiera significar tanto para Scarlet era más de lo que sus mentes podían procesar. No obstante, lograron recuperar la compostura cuando la señora K, quien durante todo ese tiempo había estado acariciando como ausente el vestido del Baile de Bienvenida de Scarlet, les lanzó una mirada asesina.

Maddy y los demás estaban pegados a sus teléfonos, de modo que Charlotte decidió irse por su cuenta. Al cruzar el patio que separaba el complejo de oficinas de la residencia del campus, observó las vallas que rodeaban los barracones. No había reparado antes en ellas porque por el camino siempre estaba ocupada charlando con Maddy. Le pareció que estaban allí más para delimitar la zona que para impedir la entrada o salida del lugar, lo que por otra parte tenía sentido. Es posible que la gente se muriese por entrar, bromeó consigo misma, pero nadie tenía demasiado interés en averiguar qué había al otro lado.
La liberación se estaba convirtiendo en un concepto cada vez más importante para
Charlotte. Últimamente, su existencia se había tornado tan insoportable que había
empezado a evocar con cariño su vida -una vida marcada sobre todo por la inseguridad y el aislamiento-. Es más, desde la llamada aquella que no llegó a responder, no podía dejar de pensar en Scarlet, Petula y Damen y lo que pudo haber sido, y en su familia y lo que nunca fue. Más que nada pensaba en lo que nunca sería.
Maddy lo había dicho. Se quedarían en los diecisiete para siempre. La idea podía tener su atractivo para las mamis objeto de los reality showsque se pasaban la vida entre inyecciones de Botox, liposucciones, implantes y desintoxicaciones para competir en secreto por los novios de sus hijas, pero no para Charlotte, a quien la idea le resultaba cada vez más deprimente. Había hecho todo lo que haría jamás, y si bien esperaba haber dejado su impronta, en pocos años la fotografía académica que adornaba el vestíbulo de Hawthorne empezaría a amarillear y a difuminarse, tanto como el recuerdo de ella.
Charlotte decidió, no obstante, que sí importaba. Esos dos años podían no significar nada en el marco de la historia, pero habían sido importantes para quienes los vivieron. Eran cuanto tuvieron. Que llenaran ese tiempo de felicidad o desdicha resultaba irrelevante. Habían vivido para experimentarlo.
Al final, todos salvo unos pocos, muy pocos, acaban siendo olvidados, y Charlotte arrancaba con tremenda desventaja. Diecisiete años no es que fueran muchos para cimentar un legado, y mucho menos después de haber tenido una vida como la suya. Mientras seguía dándole vueltas en la cabeza a tan sombrío cálculo, se miró la manga y se dio cuenta de lo peor, de lo más horrible que tenía ser eternamente joven: vestiría la misma ropa para siempre.
La superficialidad de este pensamiento le recordó a las Wendys, y su deseo de estar viva la sacó de quicio tanto o más que un correo electrónico de una ex amiga.


Charlotte se quitó los zapatos de mala manera tan pronto como entró en el apartamento, Pero el
hecho de estar en casa no obró el efecto relajante que esperaba. Era algo más que su antigua vida lo que ahora la atosigaba.
Después de todo lo que había hecho por los chicos y chicas de Muertología, de lo
mucho que había cambiado como persona, no acababa de entender por qué se seguía sintiendo tan excluida. Tan sola.
Maddy tenía razón, conjeturó, aun cuando no se lo hubiese dicho nunca a las claras. Charlotte volvía a tener un papel secundario, por no decir algo peor. Lo único que recibía ya de ellos eran gestos de lo ocupados que estaban. Sabía que andaban muy liados con todo el rollo ese de volver a reunirse con sus seres queridos y demás, y que las chicas en particular no miraban con buenos ojos su amistad con Maddy, pero ¿a quién tenía sino a ella? Además, al principio Scarlet tampoco es que hubiese sido de la devoción de Prue, recordó Charlotte, y Pam no había tenido reparo en darle la espalda por lo del episodio con la señorita Wacksel. Quizá estaban todos mostrándose tal cual eran, ahora que ya no la necesitaban más.
Charlotte se metió a rastras en su litera y continuó compadeciéndose de sí misma. En ese instante entró Maddy con aspecto acalorado.


Charlotte se pasó un día más sin apartar la vista del teléfono de su mesa, tratando a la vez de abstraerse del parloteo de los demás becarios. Ni siquiera podía escabullirse con la maldita videocámara constantemente fija en ella y el señor Markov paseándose por allí sin cesar como una especie de carcelero sobrenatural. Las llamadas de Kim eran las más fastidiosas y las más difíciles de ignorar.
A ella también le encantaba hablar por teléfono: no iban por ahí los tiros. Lo que pasaba es que Kim estaba tan... segura de sí misma. Tan segura sobre qué estaba bien y qué estaba mal.
Charlotte ya lo había notado en el Baile de Otoño, justo antes de pasar todos al otro lado. Tal vez fuera ésa la razón de que no recibiera llamadas. ¿Cómo vas a ayudar a nadie si tu propia materia gris es una gran maraña gris?


Trató de vencer tan profundas ideas tapándose los oídos. Esta experiencia, pensó, hacía que se sintiera como un ratón atrapado en un laberinto, salvo que aquí no había un pedazo de queso que la guiase hasta la meta. Había perdido la vida, a sus amigos, su futuro, y ahora es posible que también la cabeza. Estaba atrapada en un estado de pubertad perpetua y en el interior de la misma ropa para siempr, y ¿qué obtenía a cambio de tanto sacrificio? La oportunidad de ayudar a otras personas, quizá, ¡si es que su teléfono sonaba, aunque fuera una vez!
Levantó la vista hacia la lente de la cámara y articuló despacio:
-¡AYÚDAME!


Los pies de Damen rebotaban con nerviosismo contra el suelo mientras permanecía sentado en silencio en la serena habitación del hospital, colocado a mitad de camino entre Petula y Scarlet. Posiblemente por primera vez en su vida sentía que las cosas no estaban bajo su control, no sólo las circunstancias sino también él mismo. Después de todo, se ufanaba de ser un atleta disciplinado, decidido y optimista. Era un ganador en el deporte y en la vida y tenía pruebas que así lo demostraban. Jamás daba nada por perdido, aunque fuera inevitable; así de fuerte era su fe en sí mismo y en el poder del pensamiento positivo. Los funestos pensamientos y la creciente desesperanza de la situación, sin embargo, eran territorio inexplorado para él, tanto mental como emocionalmente. Sobre todo emocionalmente.

Scarlet no tenía ni idea de dónde podría encontrar a Charlotte, pero se sintió atraída, casi como una paloma mensajera, de regreso a Hawthorne High. De regreso a Muertología. ¿La razón? Una incógnita. Todos se habían ido, que ella supiera. Graduado. ¿A cuento de qué presentarse en un aula vacía? Pero algo tiraba de ella y siguió su instinto de vuelta al instituto.
Mientras se internaba flotando en el edificio pensó en Petula por un segundo, en lo extraño que se le había hecho regresar a un lugar conocido y no encontrar ni una sola cara conocida. Y otro tanto de Charlotte.¿No era espeluznante llegar a un sitio nuevo, ser el nuevo del lugar?
Conforme recorría planeando el largo pasillo, vio que se confirmaban sus peores
miedos. El instituto estaba aparentemente vacío, pero antes de que el desaliento la
venciera por completo, oyó voces a lo lejos. Enfiló hacia el sonido y, en efecto, divisó una luz que emanaba de la última aula. Se detuvo junto a la puerta y espió el interior a través de la ventanilla.
“Tiene que ser aquí- pensó Scarlet-. Muertología”.
Volvió a asomarse, de forma más prolongada esta vez, con la esperanza de divisar a
Charlotte o a alguien conocido.

-Pasa, pasa, quienquiera que seas- dijo la señorita Pierce alegremente.

Scarlet alargó la mando hacia el pulido pomo de latón y, no sin cierto esfuerzo, lo hizo girar hasta que cedió el cierre y consiguió abrir la pesada puerta.

La señorita Pierce era una mujer dulce de edad intermedia: de aspecto agradable con unas pocas arrugas y una voz firme pero amable. Llevaba el pelo recogido en un moño prendido con un lápiz del dos, y lucía una elegante blusa de seda de manga larga conjuntada con una falda de lana de corte conservador. Parecía salida de una época en la que una persona de cincuenta años podía pasar por una de treinta y viceversa. Y a Scarlet se le ocurrió que hacía mucho de esas épocas. Se sintió mal por no tener una manzana que dejar sobre la mesa de la señorita Pierce.

-Bienvenida. Te estábamos esperando, pero…- tartamudeó la señorita Pierce-. Me temo que no sé tu nombre, señorita.

-Eh, Scarlet, Scarlet Kensington, señora- contestó en un tono respetuoso desconocido en ella-. Pero no creo que m esperaran a mí.

-Pues claro que sí, Scarlet- le aseguró la señorita Pierce, haciendo énfasis en su nombre como para que se le quedara grabado en la memoria-. Y ahí tienes tu sitio, el último pupitre libre, al fondo.

Scarlet intuyó el malentendido, pero antes de que pudiera decir esta boca es mía, la señorita Pierce le entregó un libro de texto, la cogió del brazo y la acompañó medio camino en dirección a su asiento. Conforme avanzaba entre las mesas, Scarlet iba mirando a izquierda y derecha y descubrió que no reconocía a nadie. No era buena señal. Sin embargo, en lugar de protestar, decidió ser paciente y aguardar a que la clase hubiera concluido para hablarle a la señorita Pierce de su dilema. Pensó que no había por qué hacer pensar a los chicos y chicas muertos de verdad que se creía mejor que ellos o algo por el estilo.

-Muy bien- continuó la señorita Pierce-, ahora que por fin estamos todos los que somos, revisaremos la película de orientación por última vez. Podéis seguir el texto en vuestros manuales de la Guía del Muerto Perfecto.

Se atenuó la luz y Scarlet se dedicó a ver la película por el rabillo de un ojo y a
escudriñar a sus compañeros de clase con el otro. Comprobó que definitivamente no reconocía a ninguno.

Al fin de pasar el tiempo, se entretuvo echando un vistazo a los nombres que, inscritos en etiquetas identificativos prendidas al dedo gordo del pie de sus compañeros, alcanzaba a leer bajo el tenue resplandor del proyector. Estaban Polly, Tilly, Bianca y Andy, por nombrar unos pocos. Justo cuando Scarlet empezaba a especular sobre el cómo de la muerte de cada uno de ella, Gary le ahorró el trabajo susurrándole inesperadamente al oído:
-Ése es A.D.D² Andy, un skater que intentó deslizarse sobre el borde de la cuba de una hormiguera con el eje trasero del monopatín- informó Gary-. Lamentablemente, la hormiguera se puso en marcha y Gary pasó a formar parte de la acera.
-Tonto del culo- dijo Scarlet en un tono endiablado.
-Sí, ya, pero consiguió un montón de visitas en Youtube- dijo Gary tratando de ser positivo.
-¿Y Tilly?- preguntó Scarlet haciendo un ademán hacia la chica en cuestión.
-No lo preguntarías si estuvieran las luces encendidas- dijo Gary con una sonrisa-.
Tanning Tilly se frió en una camilla de bronceado. La chica era una auténtica adicta a los rayos UVA. Demasiado avariciosa con las bombillas.

Una vez informada sobre sus compañeros de clase, Scarlet concentró su atención en la pantalla. En ese momento, la película mostraba a Butch y Billy recibiendo lecciones sobre cómo empezar adecuadamente las “habilidades especiales”. Scarlet encontraba la película fascinante, a decir verdad, pero no dejaba de recordarse a sí misma que ella estaba allí sólo como oyente. Todo aquella historia era superflua, puesto que ella, en realidad, no estaba muerta.
Tras encender las luces, la señorita Pierce dio por finalizada la clase, pero permaneció sentada a su mesa. Scarlet observó cómo salían del aula los demás chicos y chicas y se acercó a la profesora para hablar con ella.

-¿Puedo ayudarte en algo, Scarlet?- se ofreció la señorita Pierce muy amablemente.

-Eso espero- dijo Scarlet muy seria-. Verá, éste no es el lugar que me corresponde.

-Todos pensamos lo mismo al principio, querida- dijo la señorita Pierce-. Ya te acostumbrarás.

-Yo no quiero acostumbrarme..- Scarlet se contuvo-. Lo que quería decir es que yo no soy como usted y los demás.

-¿A qué te refieres, Scarlet?- preguntó la profesora, picada por la curiosidad.
-Yo no estoy muerta, señora- dijo Scarlet-. Aún.
La señorita Pierce recibió sus palabras con cierto escepticismo, pero al echar un vistazo a su relación de alumnos no pudo encontrar el nombre de Scarlet. Siguió escuchando, ahora con más atención.
-Y entonces ¿Por qué estás aquí?- dijo la señorita Pierce-. No es que se cuente precisamente entre las prioridades de un adolescente.
-Busco a alguien que sí está muerto- respondió Scarlet-. Una chica, se llama Charlotte Usher.
-Pues lo siento, no está en esta clase- la informó la señorita Pierce, consultando de nuevo su lista de asistencia-. Francamente, no tengo ni idea de cómo podrías dar con ella.
-No es que entienda muy bien cómo funciona toda esta historia, pero sé que se graduó.
-Pues ésa es la cuestión, señorita Kensington- explicó la señorita Pierce-. Ninguno de
los que estamos aquí sabemos dónde está ese lugar, pero todos estamos deseando que se nos brinde la oportunidad de ser trasladado allí.
Algo en el tono de la voz de al señorita Pierce indicó a Scarlet que ésta había albergado la esperanza de que la nueva alumna fuera quien les conduciría hasta el otro lado.

Scarlet entró en Hawthone Manor igual que cualquier otro día de trabajo, pero en esta ocasión tenía acceso especial a la residencia propiamente dicha. Era majestuosa y hermosa, tal y como la recordaba de la primera vez. Atravesó las enormes puertas de madera y cruzó el vestíbulo de mármol, orgullosa de haber colaborado en su día a preservar un lugar tan excepcional. Allí no había nadie, que ella supiera. Caminó hacia la fabulosa escalera y ascendió a las habitaciones, echando miradas furtivas por encima del hombro durante todo el camino, en anticipación de los furiosos y resentidos fantasmas que tal vez moraban ahora aquí. Mientras recorría el pasillo reparó en que todas las puertas luían placas rotuladas, luego llegó al antiguo dormitorio de Charlotte, que, por fortuna, parecía desocupado. Se le hizo raro atravesar la puerta, puesto que la última vez había entrado nada menos que flotando por la enorme vidriera. Pasó el dedo por la reprisa de la chimenea y pensó en Charlotte y en todo lo ocurrido. Pensó también en Damen y se preguntó si seguiría revoloteando alrededor de Petula en la habitación del hospital, o si habría encontrado un minuto para derramar unas lágrimas por ella, acariciar su mano y pedirle también a ella que regresara del borde del abismo. De improviso, no obstante, Scarlet se encontró pensando sobre todo en Petula y en cómo la iba a salvar. En ese momento, oyó unos golpecitos en la puerta del dormitorio.

-¿Scarlet?- susurró una voz.


Scarlet se acurrucó bajo las pesadas sábanas de la acogedora cama con dosel y acababa de quedarse dormida cuando sus ojos se abrieron de nuevo, espoleados por la luz de la luna que ascendía, como un falso amanecer, por la vidriera de colores. Su mala conciencia tampoco es que la estuviera ayudando mucho, y ya se había vuelto completamente inmune a sus cánticos chinos para dormir.

La posibilidad de conseguir dar una cabezada le pareció cada vez más remota, de modo que se retrotrajo al momento de su partida y empezó a darle vueltas a su impulsiva decisión. ¿No habría sido más útil echar una mano en el hospital en lugar de merodear a la caza y captura entre dos mundos? ¿Y la preocupación que le estaría causando a su madre? ¿Y a Damen? Al apartar la vista de la gélida mirada de la luna, reparó en el viejo manual de la Guía del Muerto Perfecto de Charlotte, que reposaba sobre la mesilla de noche, junto a la cama. Recordó que el manual de Charlotte era diferente de los demás. Más antiguo, si no recordaba mal. Sacó el manual que le habían dado de debajo de la manta y se puso a pasar hojas, comparando páginas y capítulos. Se cruzó con el dedicado a la posesión en el libro de Charlotte, que no parecía en el suyo.
-Esto ya lo tengo visto- dijo Scarlet, y pasó de largo el ritual.

Hojeó cada libro hasta el final, cotejándolos página por página, pero la única diferencia entre ambos era lo de la posesión, aparentemente. Hasta que llegó a la última página. Parecía más un formulario o una solicitud que un texto en sí. Fácil de pasar por alto, a no ser que uno lo estuviera buscando a propósito.

La cabecera de la página decía así: DECISIÓN ANTICIPADA.




Comentario: bueno pues a lo que lei me di cuenta de que Petula no se ha dado cuenta de la realidad en la que esta, ya que sigue de inmadura y por supuesto de egocéntrica y vanidosa, pero bien sabemos que tarde o que temprano se dará cuenta de sus errores y es ahí cuando va a sufrir. Y pues volviendo al apartado de Charlotte , pues como lo dije desde un principio, creo yo siempre le va a costar a Charlotte su muerte a si pase miles de años, lo recuerdos y sus experiencia bien o mal vividas estarán ahí como una espina clavada en su corazón, ahí tenemos un ejemplo, el tener siempre la misma ropa , los mismos zapatos y no podérselos cambiar tal vez es algo muy difícil aunque son cosas materiales pero terminan doliendo no cree!

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